Riachuela Paranoia

Suicidas, enfermos y freaks

24/7/07

1. La diversión según Mauricio.

Recobrar la locura era un acto primordial para vislumbrar las orillas del mundo.
Esa era la frase que Mauricio había escrito tres años atrás en la primera página de su cuaderno rojo, y la había repetido y manoseado y pregonado como si fuera una verdad absoluta, como puntapié inicial de una larga secuencia de distorsiones filosóficas y morales que lo habían conducido más o menos ileso hasta este momento.
Hasta este mismísimo y crucial momento en que Mauricio se mete en el antro conocido como "el bar de los paraguayos" luciendo una blusa de hilo escote en v con brillantinas y una calza amarilla ajustadísima a la altura exacta del culo. Hasta este momento en que, taconeando y contoneándose con aires de parodia, llega hasta la barra y se sienta en un taburete haciendo caso omiso a las miradas de huevo duro de los presentes, hijos bastardos de Molina Campos y Goya, sin duda. Orgulloso de si mismo, con un arrogante tic entre afrancesado a la moda y locutor goloso, Mauricio le pide una medida de menta al negro Ceballos y enseguida, como si hubiera ensayado el movimiento hasta pulirlo y con anticipado regocijo, extrae de su carterita de vinilo una cigarrera de plata que parpadea en la oscuridad como el tercer ojo de Vishnú.
Y ya que hablamos de ojos, de la forma más arbitraria, sería bueno señalar que Villa Soldati venía a ser el ojo del culo del mundo en cuanto a coordenadas geógraficas y socioculturales trazadas en el mismo cuadernito rojo. Allí se apuntaba alegremente la diversidad de flora y fauna, sobre todo de ésta última, merced de un Dios neoliberal, selectivo y agreta que prefería ubicar al turraje concheto y cogotudo, en zona norte y los countrys de pilar, y a los lobos feroces, hienas, ratas y cucarachas en los barrios humildes de zona sur, barrios de trabajadores esclavos u ovejas, eternas víctimas pelotudas de los primeros, y muy rara vez, victimarios.
Era probable que Mauricio se sintiera un rehén en este dogma zoológico ( decimos probable porque nunca se pronunció claramente al respecto ) en que los comportamientos sociales estaban anotados en el otro librito, el del amigo Darwin, donde cada cual hacía caca en la cabeza del otro según su mandato genético.
Pero Mauricio creía que también había bichos más raros caminando sobre la faz de la tierra, y que al final, estos acabarían gobernando a cal y canto sobre todos los demás.
Villa Soldati decíamos, pero ubicándonos en la periferia del barrio más calleja y pobretón, donde lo que nos incumbe ahora es el barsucho de los paraguayos y nuestro quijotesco diletante que viene disfrazado de Susana Traverso y se manda en la cueva de los lobos como si estuviera jugando a "cojanme con botellas", aunque para ser justos, hubiera bastado mirarlo a los ojos para darse cuenta de que toda esta payasada era causada por un romanticismo épico fuera de serie, rimel más, pestañas postizas menos.
No es el caso. Acá nadie lo mira a los ojos. Acá se levantan dos monos de ojos saltones y se le vienen al humo entre los estribillos de la cumbia y las carcajadas de tuberculosis. Unos dientes podridos se expresan desde un libidinismo cuanto menos interesante pero por desgracia en ese idioma tan desagradable que es el Guarañol de borracho arrastrado.
No jodas pibe. Tomatelas.
El negro Ceballos entiende que acá nada es porque si y tampoco le gustan las cosas raras, bah. Tiene un instinto de sapo que le dice que no dá para que le hagan mierda el boliche.
Es bien sabido entre ciertas gentes que lo bizarro supera todas las barreras y Mauricio sonrie y contesta que si, que no. Que depende. Propone bailar una cumbiancha retozona y ahi se larga con la negrada mirandole el orto y los dos monos levantando las patas en simetrías de baile esporádicas como de lagartos muriendo arriba de las brasas.
Todo es humo y olor a meada.
Una punta en la espalda no es nada, pero que fea jeta que tiene el catinga éste y ni hablar del aliento a vino agrio. Que tomaste hijo de puta, Fermentol? Y ahora que vas a hacer, Aurelio? Ah, ya sé! queres que te bese nomás, y después vemos, me presentarás a tus padres y les dirás que fue amor a primera vista. Que hermoso, ni a los personajes de Puig le salían estos puntos.
Tomatelas pibe. Por tu bien. No obstante el tono del negro Ceballos está cargado de misterio, es una voz débil que ya se siente seducida por el misticismo de la situación.
Entonces si. Desde un rincón oscuro aparece el demonio invocado, y es hermoso verlo en su esplendor, con el halo de posesión capturado un segundo antes del salto al vacio.
Oh espíritu de todas las desgracias, padre pazuzu, santo disgregador de la luz. Dame fuerzas!
Aparece un moncho que es igualito al indio de atrapado sin salida y le dá con el taco de pool al mono uno, pero se lo dá de punta en el medio de la frente como para que se oiga el tac! como si toda su vida hubiera sido establecida para este momento de carambola craneal. El mono dos no llega muy lejos, recibe lo suyo en pleno ataque imaginario, o movimiento zen que tampoco le sirve en este plano del universo. El indio usa el taco como un sable y vuela un chicotazo que rebota en el puente de la nariz, tan fuerte es el golpe que todos ( narrador y personajes ) creemos que lo ha matado en el acto. Afortunadamente poco después de chocar contra las tablas del piso oímos un gorgoteo y entendemos que ha sobrevivido. Como era de esperarse, el cuchillo se pierde entre las colillas y las cáscaras de maní y Mauricio se queda libre de sus captores pero enfrentado con un especimen de otras latitudes.
Y ahora?
Y ahora? Pregunta Mauricio como si escuchara una voz que le dicta los guiones, lo que el se propone es grande y complicado y también hay zonas borrosas que de a ratos le provocan un vértigo deluxe. Quedarse a mitad de esto sería mostruoso y no debe ocurrir. Piensa en su abuelo y se aterra como ese gato ahogado en la bañadera.
Bailar.
El indio lo aprieta como para que quede claro que un par de costillas menos no importan y ahí se mueven, como unos mamarachos infernales en el medio de la mugre y la nada absoluta. Mauricio busca el control y cuando lo consigue, lo suelta aterrado. Repite su mantra: Recobrar la locura.. bla bla...bla bla...
Cuatro cuartetazos y un inédito ochentoso después, la bestia lo arrastra de los pelos afuera del bar y lo lleva a los cachetazos hasta un renault 12 hecho mierda pero hecho mierda en serio donde lo espera una bruja tiesa y reseca, más fea que pagarle a la madre, al padre y al espíritu santo. El indio lo agarra del cogote y lo empuja en el asiento de atrás como si fuera una bolsa de papas.
Buenas noches señora, parece que su marido anda mal de la próstata desde hace rato, no?
La momia no contesta, mira para adelante como si estuviera embalsamada. Del espejito retrovisor cuelga un muñequito de Alf cuyo cuerpo de peluche parece comido por la sarna y el moho.
El indio gigante tira de la manija, la puerta rechina y se cae al barro. Mauricio repite su mantra y busca el punto de luz que crece desde el plexo solar hasta calentar lentamente el resto del cuerpo. Le espera una faena complicada. El indio putea tosco en un idioma fantasma que no es Guaraní ni Español ni nada que se le parezca, levanta la puerta y la encastra de nuevo en el auto como si entrara a presión. Antes de que Mauricio abra el pico, por las dudas, se dá vuelta y le mete un trompazo en la boca que lo deja medio groggy.
Hijo de mil putas, vos y la atorranta ésta que te acompaña.
El tipo cabe a duras penas adentro del renault 12, le queda la mollera pegada al techo y tiene que inclinar un poco la cabeza para quedar cómodo. Arranca y mete segunda, al toque prende una radio de musica Colombiana, ballenatos o alguna garcha parecida que no tiene ni pies ni cabeza.
Ay mi negrita si te falta caló,
dile al gonorrea que acá hay un hombre mejó.
Patoruzú le echa un par de miraditas a Mauricio por el espejo retrovisor como esperando algún comentario, pero Mauricio se queda en el molde. El labio hinchado y el gusto a sangre lo distraen por suerte. Adentro del auto hace bastante calor y la noche se arrastra despacio como una babosa.
A los 20 minutos de marcha enfilan para el lado de la villa "el cartón" que es un asentamiento de casuchas que crecen como hongos a la sombra de la autopista 7, las calles se convierten en barro y a las pocas cuadras ya son un pantano chirle salpicado de cascotes. La mujer del indio mira fijo para adelante y no larga un sonido. Los tres cabalgan en el barro, dan tumbos, sacudidas y rebotes. El renault 12 colea un par de veces y empieza a moverse a paso de hombre, tiene una luz delantera que apunta al cielo y la otra vaya uno a saber donde. La villa "el cartón" es un lugar desgraciado, las luces de mercurio dejaron de existir hace rato y en las esquinas se juntan los vagos. Grupitos que escabian duro o jalan poxiran, o fuman paco, o toman pala, o se meten pico, etc. Tienen ojos que brillan ante las luces como ciertos animales y una forma silenciosa del hambre que no es hambre tampoco, sino algo peor.
Mauricio disfruta el paisaje y cuenta en silencio las cuadras y los recodos, presta especial atención a cualquier señal distintiva que le sirva de orientación porque sabe que la vuelta es dura.
Pero ahora es tiempo de jugar y no de preocuparse.
Dale ñato, que me estoy haciendo pis. ¿Llegamos o no llegamos?
El indio gruñe y detiene el auto en la desembocadura de dos ranchos que dejan un pasillito de metro y medio de ancho. Apaga la música y se baja.
¿Y a tu novia embalsamada la vas a dejar acá?
Cuando Mauricio termina la frase y observa a la aludida por el espejito retrovisor por fin se dá cuenta de que la mina está enbalsamada de verdad.
Demonios acariciadoresde testículos, efluvios de los néctares más dulces. Los detalles empiezan a encajar milimétricamente bien. Mauricio observa a la momia con un atisbo de lástima pero enseguida se expresión se vuelve juguetona.
¿Y no querés traerla para que nos mire?
El indio lo mira torvo, tironea de la puerta, que también termina por desprenderse, y lo arrastra de un brazo hacia el pasillito oscuro.
El pasillo huele a cloaca, chapotean en el barro y se mueven como esquiadores para esquivar la basura. Un perro flaco de ojos patéticos comienza a perseguirlos pero el indio le mete un puntín en las costillas y el bicho raja con el chasis torcido y ululando trémolos de jazz.
Se mueven en un laberinto de chapa, Mauricio ensaya su papel una vez más mientras cuenta sus pasos, si fuesen Hansel y Gretel deberían dejar veneno para ratas en lugar de migajas.
Un segundo antes de perder la orientación su captor se para en seco frente a una puerta que en realidad no es una puerta sino un cartel de Camel de una época anterior al dromedario.
A través del aglomerado brota una música conocida.
Ay mi negrita si te falta caló...
El indio hace algo curioso, saca del bolsillo trasero un estilete de carnicero y lo ensarta con furia en la puerta-cartel, después, la desliza cual mampara y tironea brutalmente de Mauricio hacia el interior. Adentro hay dos hombres sentados alrededor de una minúscula mesita jugando a las cartas y tomando un líquido que se asemeja vagamente al vino.
Mauricio se queda duro como una piedra. La sevillana que guarda en la carterita se le antoja ahora un objeto inservible. Los negros lo miran con una avidez que les brota por los poros. Carne fresca. Yummi Yummi. Alguien grita algo, pero es como si fuera un grito de pura excitación nomás. Como un sonido de pajarrraco prehistórico que está al pedo en la soledad de los valles. La lamparita que baila en circulos como una odalisca borracha sugiere un futuro inmediato poco prometedor. Para que seguir fingiendo.
Todavía puedo defender este culo.
Dice Mauricio, ya con su voz normal. Entonces, al menos, recobra un poco del consuelo de la idea original de desafiar al universo. Lo que duele es lo que sirve, así me enseñó mi abuelo. Pero que les cueste un par de sopapos, la concha bien de su madre.
No quiso pensar en la satisfacción malsana del indio, el hecho de que el tipo se saliera con la suya parecía ser lo peor de todo.
Pero lo peor de todo, se dió cuenta Mauricio un rato después, los involucraría a todos.

***


2.

Bernardo Enriquez Franco, abuelo de Mauricio y fundador de la Logia Caro-Kann, luchó valientemente en la guerra civil Española. Luchó junto a los anarquistas contra los enemigos de la República; y solo contra las burlas de los anarquistas por su nefasto apellido. Estuvo en la toma de Madrid, se batió en las barricadas, festejó el triunfo, recorrió borracho las iglesias destruídas por la alegría anticlerical, huyó al exilio. Un sinnúmero de aventuras dignas de un Joseph Conrad que fuera el Corto Maltés, lo llevaron a Montevideo. Un juego de cartas y un cuchillo usado con demasiada habilidad lo trajeron finalmente a Buenos Aires.
A diferencia de sus compatriotas inmigrantes, nunca movió un dedo para hacerce la América. Desde que pisó el continente decidió, con la misma voluntad inquebrantable con la que los almaceneros gallegos trabajaban y ahorraban centavo a centavo, descubrir en qué había fallado su concepto de Revolución. Eso y ser feliz. Murió casi sesenta años después, en una pensión de la calle Acoyte, acompañado por el último nieto que todavía lo visitaba, tres mil libros y la absoluta certidumbre de haber logrado sólo uno de los dos objetivos.
La muerte del "abuelo Henrique", como gustaba de llamarlo para fastidiarlo, dejó a Mauricio una herencia disímil.
La biblioteca ecléctica, nutrida y sin orden ni concierto de un autodidacta no le duró demasiado. Fué vendiéndolo libro por libro para comprarse drogas. Siempre drogas y nunca otra cosa, porque había prometido a su abuelo que
solo se desharía de los libros en caso de extrema necesidad.
Más apego sintió Mauricio por un sobretodo falangista que Bernardo guardaba como trofeo de guerra. Con ese abrigo recorrió a mediados delos noventas, el Salón Pueyrredón y otros tugurios parecidos, logrando casi siempre la misma
reacción: Se pelaba con los punks que, llevados por el severo corte de sastrería militar y las insignias del sobretodo y su pelo muy corto, lo creían un skinhead; se peleaba con los skinheads que, llevado por el buzo de los Ramones
y los chupines que vestía bajo el sobretodo, lo consideraban un punk. Mauricio alimentaba estas confusiones, moviéndose con estudiada ambiguedad en casi todos los ambitos de su vida.
Los golpes recibidos por parte de las diversas tribus urbanas con las que se enfrentaba le dejaron un desapego por su integridad física que más tarde convertiría en una herramienta. Y más tarde sería su Karma.
Más allá de la banal materialidad de libros y prendas de vestir, el abuelo también intento legar a su nieto todo el conocimiento adquirido en dácadas de paciente y minuciosa investigación. Pero a despecho de la determinación y los
deseos del joven recién llegado a América, esa investigación perdió pronto su objeto de estudio, convirtiéndose, según pasaban los años, casi en el boceto de una cosmogonía. O en los delirios intrincados y finalmente intransferibles de un viejo superado por sus intenciones. En sus charlas, Mauricio sobrevolaba las costas de ese océano de conocimiento aparentemente inconexos, para a veces caer en picada como las gaviotas, en busca de alguna idea-pececito que le
pareciera apetitosa. Con eso y sus lecturas, fue organizándose un bagaje literario-filosófico-religioso-político. Su forma de clasificar la información, planteada en el medio de un cuadrilátero que tenía por vértices: un anarquismo más cercano a Proudhon y a los socialistas ingleses que a Bakunin y sus barbudos rusos ( una vez mirando MTV junto a Mauricio, Bernardo casi se muere de risa imaginando que eran Bakunin y Kropotkin y no ZZ Top, los que tocaban en la banquina de una ruta ); cierta idea, bastarda y occidentalizada, del zen, que usaba más que nada para justificar sus días de inactividad
o sus locuras más inauditas; períodos de hedonismo no exedentes de crueldad para con los demás, ni de perversos refinamientos; y la patafísica.
La herencia de BHF para Mauricio incluía entonces, libros, conocimientos, un sobretodo, y un amor: El amor desmedido e inexplicable por la timba, ese punto de contacto entre el azar y el dinero. La verdad era que no solo su búsqueda intelectual full-time impidió el ascenso económico-social del señor BHF como le gustaba creer. El hipódromo de Palermo puso sus granitos
de arena. Y el de San Isidro, y hasta el de La Plata. No deberíamos olvidarnos de innumerables garitos clandestinos y un par de veces, no más de seis, el casino de Mar del Plata.
Fue este amor por el juego el que llevó a Mauricio, en su camino al barcito de los Paraguayos, a tomarse su tiempo para una breve escalada.





La agencia de loterias y quiniela MR1524 ( La "24" ) atendida por su dueño, abrió sus puertas al público hacía casi cuatro años.
Aquel primer día, una vez despachados los primeros clientes matutinos, cuando Marcos se sentó por primera vez en el taburete de atrás del mostrador, hizo un desagradable descubrimiento. Parecía que una conciencia maligna le había dado al asiento la inclinación y la forma justa para torturar los riñones del usuario. Decidió cambiarlo ese mismo fin de semana. Cuatro años después ahí estaba Marcos parado al lado del taburete de marras, dibujando en cualquier papelito un riñón dolorido, visto desde distintos ángulos. El órgano se había convertido en una obsesión, una dolorida obsesión que el imaginaba llena de cálculos, algo así como bolitas lecheritas veteadas de un rojo sanguinolento, que invadían su cuerpo, a razón de una por día. Los dibujos ayudaban al hipocondríaco ojo de su mente a representarse mejor el objeto de sus desventuras. No dejes para mañana el taburete que puedes comprar hoy. Tu salud mental, agradecida.
Casi cuatro años de estar, seis días a la semana, en ese atalaya ubicada en medio de Soldati, hacían que Marcos se jactara de haberlo visto todo. Así que cuando levantó los ojos de un riñon dibujado desde arriba y vió parado frente al mostrador a un tipo vestido y maquillado como mujer, no se asombró. Los travestis juegan, tal vez buscando el golpe de suerte que los saque de la prostitución y les permita comprarse un caniche toy. Tampoco se asombró cuando notó la sonrisa de satisfacción infinita y la mirada de alguien que tiene el universo corrido un par de centímetros en la escala cromática. Los drogados juegan. Con estos es más fácil saber para qué quieren la plata. Si la sinceridad hubiera sido una de las virtudes de Marcos, habría aceptado que se asombró un poquito cuando el travesti tripeado le señaló un entero del gordo de navidad. Caros y un poco pasados de moda, esos billetes encajaban más con alguna venerable pareja de abuelitos, comprando navidad tras navidad el mismo número durante los últimos cincuenta años. Pero el tipo tenía plata, escondida entre su cadera izquierda y la calza amarilla, y con eso alcanzaba. Se llevó su entero de navidad sin perder la sonrisa y sin emitir palabra. Marcos volvió a sus dibujos, por un momento hasta pensó en sentarse en el taburete. Después se lo pensó mejor.


Mauricio no había consumido psicotrópico alguno. Era su euforia adrenalínica, frente a su futuro inmediato, la que Marcos había confundido con un trip. Euforia que no le había impedido, al salir de su casa, acordarse de llevar la plata para el gordo de navidad.
Su abuelo le había enseñado que al azar le gusta que le ofrenden repeticiones, actos rutinarios, rituales. El caldo de cultivo de los imprevistos. Así, desde los dieciseís años compraba los billetes de lotería navidad tras navidad, cual venerable pareja de ancianitos. Pero no podía presentarse a la batalla con los papelitos numerados en su poder. Le quitaba prestancia. Era un espartano llevando a las termópilas a un sobrinito que justo tenía que cuidar esa semana. Obligación ineludible: la madre está engripada, el padre de viaje por Oriente.
Mauricio no había consumido psicotrópico alguno. Pero los consumía habitualmente, y en abundancia, desde hacía unos quince años. De chico había descubierto que en lugar de esconder sus sets de alquimista en su casa, prefería buscar escondrijos en la calle o en baldíos o en casas abandonadas. Cerca de la agencia quedaba un plátano con un hueco en el tronco que había usado para tales fines. Allí decidió guardar el billete para luego ir, ya sin más escalas, al bar de los paraguayos. Si su número salía favorecido, ya pasaría a recuperar el entero. La idea le pareció de una elegancia matemática.



3.

El gordo Quique no era un tipo extremadamente despierto, pero tenía la inteligencia suficiente para saber que no era normal que la Gallega le estuviera dando bola. Un día antes de que todo se fuera al carajo, el primer indicio había sido su mano de ninfa acariciándole distraídamente un muslo, eso y la mirada de ojos verdes incendiaria que solo le dedicaba a los candidatos más firmes. El tipo ya venía atormentado desde antes, debido a su legendario título de gordo boludo y a su enamoramiento de ternero recalcitrante, pero esta vez, más allá de la sorpresa, la circunstancia le dolió en serio.
Eran las cinco de la tarde y ya el viento frío había echado a perder los instintos de zambullida de los nadadores más desafiantes. Por las dudas, dos tetones con músculos de bronce cubiertos de manteca de cacao o alguna otra grasa asquerosa pasaron pavoneándose hasta un mangrullo y colgaron la famosa banderita roja y negra que advertía un mar picado al resto de los mortales. El momento del contacto se produjo entre el cuelgue de banderita y el advenimiento de los nubarrones de tormenta, mientras jugaban obstinadamente a las cartas con Marita y el forro de Vanderley que no paraba de burlarse de sus hábitos de comer churros o prácticamente cualquier cosa que se le cruzara por el camino.
Cuando pasó lo de la mano, al gordo se le cortó la respiración, pero la gallega siguió conversando con Marita como si nada. Apareció una avioneta mental que dibujó un signo de interrogación en el aire. ¿Que era esto? ¿Era a propósito?¿Había una especie de buena onda entre ellos? La mirada del gordo se tornó difusa y la sota de bastos que sostenía entre dos comodines se mezclaron en un pastiche verde y rojo. Su imaginación se llenó de imágenes calientes y sucias donde la gallega y su culo redondo eran protagonistas. La verga del gordo se había convertido en un micrófono y la gallega era la conductora, animadora y artista de lujo del programa, celebridad bien predispuesta y con caché pagado de antemano. No supo cuanto tiempo duró la fantasía pero cuando cayó de nuevo a la tierra, se dió cuenta de que su erección amenazaba con volverse evidente.
Al borde del pánico, miró de soslayo a la gallega y advirtió que ésta parecía estar disfrutando de la situación como si fueran viejos amantes y no hubiera nada de que preocuparse. Gracias a Dios, los otros dos no parecían haberse dado cuenta.
Oh dulcísimo ardor. Después, el viento terminó de cortarles el mambo con su continuo soplar de arenilla horizontal y de yapa empezaron a caer las primeras gotas de un chaparrón horrible.
Para el gordo, la lluvia fue un castigo y un alivio al mismo tiempo. Mientras se decidían a guardar las cosas, Marita y Vanderley se habían puesto a jugar de manos en lo que ya era un superclásico, el histeriqueo común y constante de dos que se tienen ganas y tantean el terreno. Vanderley se las arreglaba siempre para manosear a Marita. Le tocaba el culo, las tetas. Marita reía y gritaba con la cara roja como un tomate, parecía pedir a gritos que se la cojieran. Y así era siempre. Aburría verlos. El gordo aprovechó el tumulto para cambiar disimuladamente de postura, se estiró la remera ( que por cierto nunca hubiera osado sacarse ni con 60º a la sombra, y mucho menos frente a las damas ) y se puso a desarmar la sombrilla para disimular su bulto delator. Bajar el mástil requería de una concentración superior. Como la de un monje o un samurai. El poder mental lo era todo, pensó. Lamentablemente, al mirar hacia el costado vió que la gallega estaba enrollando la esterilla con el orto apuntando hacia su cara y su erección se encabritó como un caballo de carreras.
Salieron del balneario como anfitriones borrachos bajo una lluvia fría, el cielo había tomado el color azul oscuro de los grandes cataclismos y las nubes se arremolinaban como una sábana mugrienta en un lavarropas. Pero nada de esto distrajo al gordo, la gallega lo había agarrado de la mano y con una mirada cómplice le había dado a entender que mejor dejaran adelantarse a los otros. Por lo tanto para él podría estar lloviendo fuego y azufre sin afectar un milímetro su consternación. No podía dejar de pensar que pasaba algo raro más allá de sus narices y esa sensación lo asustaba un poco. Tampoco quería ilusionarse hasta el absurdo punto de los suspiros y después chocarse contra una pared. ¿Cuantas veces le había pasado eso?
Entonces la gallega lo besó.
Repentinamente, como si le hubiera leído el pensamiento. Lo besó.
Se guarecieron en el hall de un edificio, mientras la gente corría y la lluvia arreciaba. Se quedaron enredados en un largo beso, un beso desesperado y silencioso, que fue también como un rehén compartido o el símbolo de algo demasiado incierto como para entenderlo y dejarlo escapar.

Media hora después fue la Gallega la que propuso que anidaran en un telo. El gordo la miró jadeando como si no entendiera. ¿Un telo? Pero si tenían el departamento de él. A esa altura Vanderley y Marita debían estar encerrados en la habitación de huéspedes poniendo fin a su largo cortejo vacacional. Tenían el resto de la casa para ellos solos. Pero la gallega no quería que los demás supieran. El motivo principal era que Marita era la hermana de Mauricio y aunque ellos estuvieran separados, no daba. Era lógico. El gordo se dijo que no importaba el lugar sino la propuesta. Se dijo también que si se perdía ésta oportunidad su conciencia se lo recriminaría por el resto de sus días. Así que fueron a un hotelucho de cuarta que quedaba a dos cuadras de su propio departamento. Si mi tía norma me viera entrando acá, pensó, se moriría de horror.
En la recepción, un anciano decrépito largó una sospechosa revista y los miró con curiosidad.
Se largó juerte ¿no? Los agarró en la playa por lo que veo. ¡Cuidado con la alfombra m`hija que me la va enllenar de arena!. La verda que no alquilamos cuartos a gente en shores de baño, así vestida. ¡Cuidado con la alfombra m`hija, le digo! Pero el viejo debió haber leído la desesperación en la cara del gordo y negoció con piedad. El único requisito fue que pagaran por adelantado.
Subieron a una especie de entrepiso por unos escalones de madera que rechinaron agriamente hasta un pasillito angosto y mal iluminado. Entraron en la segunda puerta que tenía el número 21 enmarcado en un triste corazón de plástico. Adentro, casi exactamente como lo habían imaginado, la habitación era un asco. En un espacio de tres por tres ganaba protagonismo una cama de dos plazas bastante desvencijada y con cierta inclinación hacia la izquierda. Sobre la cabecera, un tapiz descolorido ilustraba un paisaje de campiña que bien podrían ser las trincheras de la primera guerra. Junto a la cama, una maltratada mesita de luz sostenía una lámpara de lava en forma de lágrima que chorreaba un líquido aceitoso por la base. Desde el cielo raso una lamparita roja bañaba el ambiente de una luz enfermiza que lejos de erotizar parecía alentar al asesinato y el canibalismo. La Gallega le echó una mirada a las frazadas sucias y se encogió de hombros.Tampoco nos vamos a quedar a vivir, no? Sus ojos verdes flotaban en el aire como piedras preciosas. ¿Querés fumar?
Al gordo no le gustaba el porro, le pegaba mal y casi siempre le daba la risa tonta, pero esta vez aceptó el ofrecimiento. Se le ocurría que a lo mejor servía para relajarlo un poco y disimular sus nervios.
La gallega sacó un bagullo de su morral y armó un suculento especial con dedos expertos. Se sentó en la cama y pegó dos o tres pitadas, exhaló rápido y se lo pasó al gordo.
El gordo fumó una larga seca con los ojos cerrados, aguantó el humo todo lo que pudo hasta que le entró un ataque de tos.
Intentó devolverle el porro a la Gallega pero ésta negó con la cabeza. Fumalo tranqui, lindo.
Con la garganta irritada y los ojos enrojecidos, el gordo siguió fumando solo para complacerla. Le parecía que el humo tenía un sabor asqueroso pero no dijo nada. Lejos de relajarse sentía el corazón como un martillo hidráulico.
Sin previo aviso, la gallega se sacó el corpiño de la biquini y lo dejó caer al suelo, sus pechos brillaron en la luz roja con los pezones duros.
Dale nene, vos también. Sacate.
¿Ahora?
Y si. ¿Cuando si no?
Sofocado por la vergüenza, obedeció como un soldado la orden de un superior. Tragó saliva y tironeó de la remera hasta que logró zafarse. Se quedó un segundo parado ahí, con las tetas colgando y las manos caídas a los costados como si estuviera esperando que le dieran el golpe de gracia. Todo lo que de patético había en él se manifestó en ese momento. En su mirada implorante de infante despreciado, de carne fofa maltratada por las burlas y la autocompasión, de tipo entregado a la idea de que nunca iba a tener derecho a nada por más que lo pidiera a gritos. Pero la Gallega no le dio tiempo para estupideces y se le tiró encima como una loba. Y fue ella misma, toda piel y labios húmedos, la que decidió coger en lugar de hacer el amor. Tirar dentelladas para combatir los besos, hasta que el gordo se olvidó de si mismo y la cruz de su cuerpo se hizo humo. Después, el tiempo se fue convirtiendo en un abismo engañoso y quebradizo. Una garganta ávida que se tragó sus cuerpos en lucha, como una boa se tragaría un ratón.
Antes de acabar los pensamientos del gordo eran una masa de gelatina plácida, pero entonces abrió los ojos y vió que la boca de la gallega estaba contraída en una mueca de asco.
Quizá no el corazón, pero algo en el interior del gordo se hirió para siempre. En el orgasmo se le instaló un dolor de pérdida, y en la respiración un peso de plomo que el efecto de la droga acrecentó. O eso fue la mejor manera de explicar el silencio. La Gallega lo dejó acabar en paz pero después le dio la espalda con una frialdad irrefutable dejándolo solo con su conciencia. Con sus pensamientos de pájaro enfermo a la luz de la luna. Lejos para siempre del ideal de persona que bocetaba en su imaginación. Satisfecho por un lado, triste y preocupado por el otro. La llamó dos o tres veces con voz suave, y cada vez, no le quedó otra que volver a su silencio torpe. Esa mueca de asco que había captado en la penumbra era un insecto difícil de auyentar. Porque era cierto, al fin y al cabo, que en la boca de la gallega se había dibujado una mueca de asco sincera y absoluta.
Con las ideas dando vuelta como una bandada de buitres, se dejó arrastrar por el cansancio y el malestar hasta un lugar oscuro de inconciencia que tampoco podía llamarse sueño.
Se despertó varias horas después. Una franja de luz diurna atravesaba la persiana y le daba de lleno en los ojos. El gordo se incorporó y no pudo evitar que se le escapara una queja. La cabeza le palpitaba con un dolor sordo como si le estuvieran dando pequeños martillazos desde adentro. La gallega no estaba. Buscó con la mirada en la habitación y no encontró nada que le pudiera dar una respuesta. La Gallega se había ido. El fantasma de la conmiseración volvió a la carga con las instantáneas de siempre.
¿Que esperabas gordo?¿Una historia de amor?¿Un desayuno romántico? Pelotudo de mierda, conformate con lo que obtuviste anoche y cortala.
Buscó la ropa por el piso mugriento y se vistió lo más rápido que pudo. El olor adentro del cuarto era nauseabundo, como si hubiera albergado un crimen en vez de un encuentro sexual. Esforzándose por contener una arcada, salió al pasillo y bajó las escaleras con la esperanza de obtener información. Abajo, el anciano había sido sustituído por un pendejo con crestita punk y remera de los sex pistols version Soho. ¿No viste salir a una flaca media pelirroja, de rulos?
El pibe lo miró mascando chicle con esa expresión entre idiota e insolente que solo se tiene a los 20 años. Lo miró como si fuese un pedazo de sorete gigante.
No. La verdad que no. Son 70 pesos.
¿Que?
Son 70 pesos. Toda la noche son 70 pesos.
Ya se los pagué al Abuelo anoche. Me dijo que había que pagar por adelantado.
No. Acá no se le cobra a nadie por adelantado. Son 70 pesos
El gordo Quique no era un tipo extremadamente despierto, pero tenía la inteligencia suficiente para saber que decir y que hacer en un momento como ese. Agarró un cenicero de latón que había en el mostrador y le volcó las cenizas en la cabeza.
Andá a cagar pelotudo.
Una vez en la calle, apuró el paso hasta el departamento. Tenía un feo pálpito que crecía con cada paso que daba. Entró a la carrera sin saludar a Doña Ester y en lugar de esperar el ascensor subió los dos pisos por las escaleras.
Llegó al pasillo casi sin aliento. No obstante mientras se apoyaba en la pared para recobrarse un poco, se obligó a bajar un cambio. ¿Y ahora? ¿Que iba a decirles? "Miren yo sé que pegamos buena onda, pero esta es mi casa y quiero que se vayan" No. Eso era una boludez. Si había algún drama con la gallega ya lo arreglarían a solas. Los demás no tenían la culpa de lo que había pasado, y en todo caso, las minas eran rayadas. Actuá como si nada. Se dijo. Eso va a ser lo mejor.
Se paró frente a la puerta y tomó una bocanada de aire. No fuera que irrumpiese totalmente pálido y desaforado y los encontrase desayunando. Se le cagarían de risa hasta el día del juicio. El Gordo esperó unos minutos contra la puerta y aguzó el oído para intentar escucharlos. Pero por más que se concentró no le llegó sonido alguno. Estarían durmiendo, seguro. Manga de vagos, ni para hippies servían, levantados en la ruta haciendo dedo. No había pasado un solo día desde que empezaron las vacaciones en que alguno de ellos hubiera despuntado antes de las once.
Abrió la puerta y entró.
De repente la boca se le llenó de saliva, litros y litros de saliva que le inundaron la boca como un manantial.
El departamento estaba destruído. Los cuadros de las paredes habían sido descolgados y en su lugar habían dejado una madeja de graffittis insultantes y obsenos. El inodoro había sido arrancado a golpes y ahora estaba tumbado en el medio del living como un animal muerto. Uno de los sillones había sido incendiado y apagado con agua reiteradas veces y ofrecía un aspecto desolador con toda la funda de pana chamuscada y los resortes negros asomandose como los pelos de una muñequita mota. Restos de diferentes muebles destruídos con ferocidad se amontanaban en los rincones en lo que eran pilas funerarias o extraños totems de dioses caprichosos. El resto de sus cosas, sobre todo las de valor, brillaban por su ausencia. Los cuartos desnudos lo saludaron con fantasmales ecos por cada paso que dio. Desesperado y boquiabierto, entró en su habitación, donde parecían haberse ensañado especialmente con los aerosoles. En el lugar donde estaba su cama habían cagado y meado, y las moscas zumbaban felices alrededor de la ofrenda. También había mierda en las paredes, en las cortinas, en los toma corrientes, en las canillas.
Entre otras cosas también le habían robado la capacidad de reaccionar. Pero eso no lo reconoció hasta horas después de superado el mal trago, cuando su odio era ya una mancha ciega y palpitante que, curiosamente, se parecía mucho a la alegría. El dibujo de su obeso cuerpo desnudo retratado con crueldad por la mano de la gallega, se quedó grabado en su cerebro como el summum de la humillación.
Y hasta logró sonreir cuando se dió cuenta, de no haber sido por ese último detalle se hubiera tirado por el balcón como un marica despechado.

****



4.

¡Cazalo de las patas al `ijo e`puta!.
Grita el indio con un vozarrón que parece Moisés reuniendo a su rebaño en el desierto, y Mauricio, que ya está medio acogotado por los dos secuaces empieza a corcovear como un potrillo en la doma.
Nada de lo que hace da resultado y cuando se quiere acordar ya lo tienen con el culo al aire y las calzas amarillas enredadas en los pies.
Mauricio grita, se retuerce como una zarina rusa atacada por los turcos. Pero muy en el fondo, en un rincón de ese corazón podrido que tiene, disfruta también del cuadro como si estuviera tomando el té con las amigas de Marita.
Una mano pesada como una prensa le aplasta la cara contra la mesa donde segundos antes Fofó y Miliki jugaban a las cartas. Naturalmente, la mesa huele a vino, pero también a carne podrida, un dejo del Frigorífico de Lugano a las tres de la tarde.
Una parte de Mauricio se siente asqueada por la extremidad de sus planes, pero no es esa parte la que nos incumbe ahora. En un intento entre desesperado y cómico, Mauricio anuncia que es portador de hiv y que por lo tanto no merece la indignidad de ser sodomizado. Casi enseguida siente un tronco tibio y puntiagudo golpeandole las nalgas como un ariete mientras la voz entrecortada del indio le informa que se ha puesto un preservativo por precaución, que siempre que se trinca travestis de dudosa procedencia hace lo mismo.
Entonces entra fuerte, Mauricio siente un dolor desgarrador como si le metieran un tranvía por el orto. El indio suelta un gemido grave y los otros dos largan una risitas cómplices que de alguna manera, son más sucias que todo lo demás. Mauricio apreta los dientes, aguanta la invasión lo mejor que puede. Cuando le parece que ya pasó suficiente tiempo, suelta su veneno tal y como lo había planeado.
-Yo Estuve el día que se cojieron a tu hermanita en el baldio. Unos amigotes me llevaron. Se la pasaron todos y después la destriparon como un bagre-
Las últimas palabras las pronuncia con la boca torcida. A pesar del dolor en el culo casi no puede aguantar la carcajada.
De pronto el indio se detiene, su totem sagrado comienza a perder rigidez casi instantáneamente. Lo empuja para adelante como si fuese una cosa repugnante y Mauricio se encuentra otra vez libre. Todavía con las calzas sobre las rodillas se da vuelta y se lo queda mirando con una mueca de loco, la sonrisa crispada le resquebraja el maquillaje y le da un aspecto de payaso de feria.
- Gritaba como un chancho, tendrías que haberla oído ---
El indio se abrocha el pantalón y lo observa con una expresión nueva, como si lo estuviese viendo por primera vez. Parece ofendido, pero no enojado. Los otros dos lo miran fijo con esos ojos saltones e iracundos de los chupados oficiales.
-Repetí lo que dijites-
-¿No me oíste hijo de puta? Te estoy diciendo que yo sé quienes boletearon a la Correntina-
-No me gusta lo que estás diciendo, más vale que empecés a hablar claro -
Mauricio ensaya una risita despectiva y se enfunda otra vez la calza.
- ¿ Y que vas a hacer al respecto?
Uno de los borrachos se exaspera y golpea las palmas a los costados del cuerpo en un ademán infantil.
-Está mintiendo Ramón. No vé que te quiere llená la cabeza?. Estas trola son así, conventillera ...
El otro curda parece estar de acuerdo con la teoría del primero pero el indio les adivina la intención y los enfrenta.
-Rajen ustedes, tomenselá, que tengo que hablar con el pibe -
Se produce un breve silencio donde las miradas se miden con recelo. El borracho de la izquierda cede, manotea la botella de tres cuartos y hace mutis por el foro. El borracho de la derecha es el que tiene aspecto de tipo duro y no parece dispuesto a delegar su botín, ostenta una erección que confirma sus planes. El tipo se queda plantado donde está y clava la mirada en el indio en un claro desafío al estilo malevo.
Como perros de caza, permanecen inmóviles en un cálculo de ataque. De pronto el borracho lleva su mano hacia el bolsillo trasero. Pero el indio lo anticipa y antes de que el tipo pueda reaccionar, manotea un sacacorchos oxidado de la mesa y le hace un feo rayón en medio de la cara.
El borracho pega un grito ronco, disfónico, mientras recula con la mano tantéandose la cara. Se choca contra las paredes de aglomerado y cae al suelo.
Entonces es Mauricio el que se mueve ágil como un gato, toma carrera y como si estuviera pateando un penal, lo levanta de un violentísimo puntín en las costillas.
El pobre diablo larga un gemido ahogado y se dá la cabeza contra el borde de una repisita, derribando una colección de Vírgenes Desatanudos y San Cayetanos. Mauricio le quiere dar otra pero el indio le pone una mano en el pecho y lo empuja para atrás. En su mirada se lee confusión y cautela, como si un bicho que el creía inofensivo de repente le hubiera enseñado el aguijón.
El borracho vomita en un rincón. Se arrastra lastimosamente en cuatro patas hacia la puerta con la respiración pesada un motor diésel. Desaparece reptando por el barro como la alimaña que es.
El indio lo acompaña con la mirada y lo deja escapar con cierto aire de lástima. Tal vez pensando que ese era el último amigo que le quedaba.
Mauricio, que no puede creer su suerte, observa todo con una sonrisa radiante.
Cuando el indio vuelve la cabeza hacia él, le guiña un ojo.
- Decime grandote, se te pasaron las ganas? ¿No querés que sigamos donde dejamos?
Pero el indio capta la locura y se queda encajado en un silencio tosco. Endereza una silla y se acomoda. Agarra el maso de cartas y se dispone un solitario sin prestarle mas atención.
Necesita pensar.
Mauricio se sienta en la otra silla y se prende un mentolado. Inhala con los ojos cerrados, hace piruetas con las manos, su rostro está perpetrado en una mueca de lunático.
Decime negro, escuchaste lo que te dije? ¿No querés vengarte de los que se cogieron a tu hermana? Si querés yo te puedo ayudar. Te puedo decir quienes son y donde viven.
El indio sigue con su solitario como si no lo escuchase. Se mete un cachetazo para espantarse una mosca y gruñe para sus adentros.
Al rato se levanta, camina hacia una alacena, y saca un pistolón que parece llevar generaciones en la familia.
Con un gesto de repugancia le dice:
Decime hermano. ¿vos que interés tenés en todo ésto?









**** (Acà falta toda la peripecia Mauriciana hasta que llega a su casa )****


Cuando Mauricio entró en su casa, supo sin ninguna duda que el trance se había acabado. El living de su departamento, en el cuarto piso de un bonito monoblock, no era el desierto. Sus juegos de chamán urbano habían dejado consecuencias, el dolor en el culo no era la peor, pero la máscara con plumas se quedaba afuera.Bañado, y con una taza de té verde bien caliente, Mauricio se sentó en su sillón favorito a ver la tele. Hizo zaping sin demasiado interés, recorriendo los ochenta canales del cable que compartía con seis de sus vecinos. Una placa roja en un canal de noticias llamó su atención. No la placa roja, sino el número escrito en blanco. Un número grande, blanco y de cinco cifras. No estaba seguro de porque el número le resultaba tan familiar. Mauricio no gritó cuando la taza de té verde bien caliente se derramó sobre su pierna derecha, a escasos dos o tres centímetros de su calzoncillo, única prenda que vestía. Cuando el té se enfrió, Mauricio seguía en la misma posición, mirando sin ver los canales que se sucedían en la televisión, obedeciendo al dedo que inconcientementeapretaba el channel del control remoto. No parecía dispuesto a moverse casi dos horas después, cuando tocaron el timbre.

Eran Marita y la Gallega. Desde el cuartito fuera de este mundo en el que Mauricio estaba encerrado, no pudo dejar de notar que lucían sendos pares de zapatillas relucientes y caras. Conociéndolas, era para desconfiar. Venían muertas de risa, cargando entre las dos un cajón de cerveza.
¡Fiesta sorpresa!
Mauricio las dejó entrar sin saludarlas. Cuando volvió a sentarse, ellas ya habían conseguido vasos y un destapador. Las dejó hacer, sin dirijirles la palabra, tomándose los cuatro litros de cerveza que le correspondían. A Marita y la Gallega no pareció importarles. Siguieron charlando, riéndose mucho y emborrachándose. Cortaron un ácido en tres pedacitos perfectamente iguales , y le dieron uno a Mauricio. Se le disolvió el cartoncito en la mano, con la transpiración de diciembre.
El trip de las damas se desarrollaba satisfactoriamente. En este momento cantaban a voz en grito (si Mauricio prestara atención podría jurar que era la mejor versión de Painkiller que Halford haya cantado en su vida. En realidad cada una gritaba una canción distinta, y la cambiaban constantemente. Milagros de ese canon azaroso.) y no parecían tener intenciones de parar por las próximas horas. Enganché el gordo de navidad, logró al fin decir Mauricio. El balde de agua fría de las novelas. Las damas callaron y lo miraron con extrañeza. Después, como si hubieran escuchado otra cosa, pero las dos la misma otra cosa, Marita se levantó, se despidió vagamente y se fue. La Gallega tomó a Mauricio de la mano y lo llevó al dormitorio. Él siguió con su política de dejarla hacer. Ella no tuvo problemas ni remilgos en encargarse de todo.
Cuando Mauricio despertó ya era de madrugada. Esta vez, no hay como el descanso, sus ideas se organizaron rápidas y eficientes como un obrero japonés en huelga. Boqueó tres o cuatro veces y gritó. El grito tardó un poco en articularse, pero cuando la Gallega abrió los ojos escuchó claramente:
¡¡¡DÓNDEMIERDAESCONDÍELBILLETELACONCHADETUMADRE!!!


6.

El resentimiento, como Dios, como los tragamonedas, sigue caminos misteriosos. Quique volvió a su casa dos días después de su noche con la Gallega. Mientras, durmió en un hotel, y se gastó la plata que le quedaba en convertir el incidente en un robo honorable. Unió Mar del Plata con Soldati en cuatro horas cuarenta y cinco minutos, a bordo de su Renault 12. En el viaje, su rabia se convirtió en un bruxismo de antología. Masticó el dibujo de la Gallega hasta sentir la boca llena de yeso y ladrillos molidos. Ya en Dock Sud, estaba en condiciones de darse por curado. Ya sea su falta de imaginación, ya sea la costumbre, el Gordo siempre vivía para contarla. O para ocultarla por los siglos de los siglos, pero vivía.A la espera del vitel toné navideño que se aproximaba, de la sidra y otras exquisiteces, la vida del Gordo volvió sin complicaciones a su cauce habitual. Su cuerpo seguía encajando perfectamente en el pozo que había en medio de su colchón. Esa obra cumbre de la ergonomía y el vitel toné de mamá: El Gordo nunca había sido pretencioso. Pero entonces, mientras cortaba peceto en rodajas finas y abría frascos de alcaparras, mamá se hizo un tiempo para un llamadito. La noticia bien valía una breve interrupción en los preparativos del festín.¿Qué hacés, mamá?Me enteré que volviste hace dos días y no me llamaste.Estaba ocupado, mamá.¿En qué vas a estar ocupado vos? ¿Por lo menos te enteraste?¿De qué, mamá?Tu amigo Mauricio, ese medio raro. Sacó el gordo de navidad. Parece mentira que un...Fade out. Mamá siguió hablando otros quince minutos, pero Quique le contestó a todo desde un piloto automático que había creado en su primera adolescencia. No era fácil hablar con Doña Carmen Tahl de Bolzano. Y si eras el hijo, tu esperanza de vida en esas charlas se reducía peligrosamente. Sólo que esta vez no era por mamá que el Gordo había conectado el piloto automático. La cuestión era que mientras seguía al teléfono, en su cabeza se estaba desarrollando un espectáculo que acaparaba toda su atención, una superproducción sin precedentes.El resentimiento sigue caminos misteriosos. Quique podía soportar que la mina que se lo había cogido cual cortina de humo en un acto de prestidigitación, que la Gallega estuviera obviamente enamorada de Mauricio. Nunca se preguntó por qué en su vida el fracaso precedía a la acción, mientras Mauricio triunfaba en sus actos más descabellados, guiado por quién sabe qué insondables fuerzas. Pero el hecho de que el enfermo de Mauricio ganara el gordo de navidad, de que ese hijo de mil putas ahora fuera millonario, ahí estaba la mismísima idea platónica de la injusticia. El cerebro del gordo hizo jackpot. Millones de cerezas neuronales se alinearon. Sirenas y trompetas informaron a todo su casino mental que ya nada sería lo mismo. Damas y caballeros, sean ustedes bienvenidos al Odio y Venganza Hotel. Así, mientras mamá seguía con su soliloquio, Quique se pasó, absoluta y definitivamente, al bando de los locos peligrosos. Cuando cortó, su mente hasta entonces dormida estaba desperezándose, abriendo sus ojitos lagañosos. Era hora de hacer planes. Dios se apiade de nuestras almas.




6

-Métase el billete en el orto -
- Yo también le deseo un buen día -
- Muérase -
- Hasta luego, hasta luego -
Harto del trabajo en la agencia, a Marcos la noche del jueves se le estaba haciendo cuesta arriba. Primero había tenido que atender al travesti pasado de falopa que lo había puesto nervioso con esa mirada desencajada y la sonrisita de tiburón. Ahora la discusión con la vieja de la florería, y es que uno no aprendía a callarse la boca a tiempo. Si bien era cierto que Juan Domingo se había convertido en un cadáver estratégico antes incluso de su triste retorno, no era cosa de andar pregonando sus pareceres políticos a todos sus clientes, ni que hablar de burlarse de lo de Ezeiza. Le había molestado menos perder a una cliente fiel que el ser tildado de quinielero gorila. De un tiempo a esta parte, se daba cuenta Marcos, sus opiniones provocaban reacciones hostiles en distintas escalas, lo que también significaba un problema para alguien que estaba solo en el mundo y necesitaba cierto contacto con la gente.
A eso de las nueve, en el momento en que se acrecentaba la afluencia de clientes, las pirañas acometieron de nuevo contra sus riñones. El dolor, al principio leve, fue incrementándose en escala directamente proporcional a su fastidio. Terminó de contar los centavos de un vuelto casi dejando ver la mueca con los dientes apretados y el "gracias" sonó más bien como un insulto. Después aprovechó un respiro para internarse en el baño, su lugar sagrado por excelencia. Marcos orinó imaginando ardores insufribles, el fino hilo de orina era lava y sus riñones eran dos pequeños higos achicharrados al borde de su vida útil. Pensando en esta última desgracia acercó su cara al espejo y el resultado no le gustó. Estaba pálido y ojeroso y tenía un pequeño derrame en el ojo derecho que no había visto antes.
- Un-dos-giro-tres- Dijo el Marcos del espejo y automáticamente el Marcos del mundo real se sintió ligeramente mejor. Había que conjurar los contrahechizos a tiempo. Se lavó las manos y salió a atender a sus clientes con una especie de sonrisa torcida que para el expresaba a las claras su condición de mártir renal. A las nueve y media terminó de vender las últimas raspaditas a dos bolivianos de la verdulería de enfrente y se dispuso a cerrar el local, pero justo cuando estaba por bajar la cortina, ....


( Acá hay que corregir el asunto, El documento puede aparecer en otro lado.
Tal vez eliminar la visita del viejo y lo del hijo compañero de Mauricio... )




una cabeza decrépita se asomó por la puertita y lo obligó a dejar pasar al resto del cuerpo.
- Como anda Don Ricardo?. Justo a la hora de cierre, como siempre, jeje. ¿En que lo puedo ayudar?-
- A mi no me podés ayudar en nada M´hijo. Pero a lo mejor nosotros podemos ayudar a otro. Mirá. Encontré un documento acá en la vereda. Fijate si lo ponés ahí en la vidriera -
- No. Lleveselo a los del Kiosko. Acá por el reglamento no me dejan poner nada que no sean billetes de lotería - Marcos hizo tintinear las llaves en su mano en un claro gesto de impaciencia. Por algún misterioso motivo no le gustaba hablar con los ancianos del barrio, se le había puesto en la cabeza que los viejos trasmitían enfermedades, igual que los gatos, las ratas y las palomas.
Don Ricardo lo miró con esa mirada perpendicular que usaban a menudo las aves de corral y el resultado fue casi el mismo.
- Tu finado padre si que era un buen tipo, un hombre trabajador, amable con todos los vecinos. Pero vos la verdad no sé a quien saliste tan mierda. Eso del reglamento son puras macanas. No te pienses que por ser viejo me vas a meter el perro. Dejalo igual, y disculpá la molestia pibe -
Don Ricardo hablaba haciendo ademanes con el documento en la mano y Marcos, afligido por su actitud egoísta se lo arrebató con la intención de redimirse.
- Deme deme.-
- Que hacés, mocoso tarado?- El viejo se lo quedó mirando con tal desagrado que resultaba difícil mantenerle la mirada. Marcos conjuró mentalmente su diagrama: un-dos-giro-tres-tres-giro-dos.
- No. Quiero decir, disculpeme Don Ricardo, pasa que tuve un mal día. Vamos a ponerlo en la caja. A ver si alguien pasa a reclamarlo. ¿Esta bien? -
El viejo chasqueó la lengua y se torció hacia la puerta con los hombros rígidos como si el asunto le importase un rábano. Pero había algo idéntico en todos los ancianos desairados pensó Marcos, una miradita de cuervo taimado y después esa cosa rara como si pulsearan entre la ira y la tristeza del ser ofendido en lo más hondo.
- Que tenga un buen día Don Ricardo -
- Anda a cagar -
Marcos suspiró mientras observaba alejarse al viejo con paso fatigado. Ojalá lo partiera al medio un camión de basura. Pensó, y el pensamiento de alguna manera lo reconfortó.
Antes de reanudar la tarea de bajar la persiana del negocio, se le ocurrió echar una miradita a la foto del documento, y al hacerlo tuvo la certidumbre de haberse arruinado el apetito. Ese ciempiés eléctrico que recorre el espinazo cuando uno percibe la mierda que se viene.
-Un-dos-giro-tres-tres-giro-dos - Pronunció Marcos, sin darse cuenta que estaba quebrantando sus propias reglas de discreción.
La cara de la foto era la misma que había visto esta mañana bajo tres kilos de maquillaje y probablemente otros tantos de alguna falopa extraña, salvo que en la foto no había ninguna sonrisa.
Mauricio Salvador Botuzzoni. Dijo Marcos, ya totalmente ido. Vos eras
compañero de mi hijo en el industrial de Lugano.


















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